martes, 30 de enero de 2018

GAMEXANE

De los cinco sentidos con que percibimos y logramos que el mundo nos afecte, hay dos que no pueden guardarse. Quiero decir, aún tras miles de años podemos seguir viendo una pintura sobre una roca, o leer un documento escrito hace siglos sobre un pedazo de cuero o de papel. Podemos volver a tener en nuestras manos aquello que constituye el “patrimonio tangible” de una comunidad. Incluso, en tiempos más recientes, se ha encontrado la manera de poder registrar (y reproducir) sonidos, voces e imágenes en movimiento. Pero hasta donde sé, la energía social no ha dado con la tecnología que pueda guardar olores y sabores. En efecto, aunque hice esfuerzos en aprender la receta de los pasteles de membrillo de mi abuela, aunque anoté los pasos y copio los gestos, todavía no consigo el gusto que tenían los suyos. 

Justo andaba con esa idea dando vueltas, cuando José Manuel Fuentes entró el otro día al museo. Traía en sus manos el Anuario Agropecuario del año 1935 realizado por la Dirección de Economía Rural y Estadística, dependiente del Ministerio de Agricultura de la Nación.


José trabaja en SENASA como inspector técnico en el control de los productos vegetales importados y exportados. Ingresó en 1992, cuando se estaba produciendo la liquidación de la Junta Nacional de Granos y en ese contexto, algunas de las tareas de las que se encargaba la Junta pasaron al nuevo ente en formación.

El  libro, compuesto por 565 páginas llenas de palabras, números, gráficos, fotos y mapas estaba en un galpón del puerto que se utilizó como cámara de desinfección para tratar la mosca de la fruta en los productos envasados. Después, ese espacio pasó a ser un depósito de insecticidas clorados y funcionó así hasta que se prohibió el uso de estos productos por las consecuencias que producen en la salud. 


Abrimos el libro. Sus hojas no sólo acopian los minuciosos datos sobre la distribución de las 37 millones de cabezas de ganado vacuno que en 1922 había en todo el país; la cantidad de toneladas de trigo expedidas por estación en 1930 (lo que nos permite conocer que Bajo Hondo aportó 7.324 toneladas, La Vitícola, 338 y Grümbein, 10) o la estadística mundial de producción de este cereal (discriminando el aporte de la U.R.S.S.) para el período 1909-1935. 

Exhalan, también, olor a Gamexane.

miércoles, 10 de enero de 2018

EL FABRICANTE DE PALAS

Pedro Micacovski nació en Vitolo, Yugoslavia, en 1907. Llegó a Ingeniero White con 15 años. Su padre había venido tiempo antes, en un barco cuyo destino final era Argentina. Acá se puso el apellido de la madre, y así, como Pedro Tane, fue conocido “por todo el mundo en este puerto.

Una mañana de invierno recibimos la visita de una escuela de Trenque Lauquen junto con lxs docentes Patricia Curcio y Damián Martínez, ambxs oriundxs de Ingeniero White. Mientras recorríamos el museo, Damián recaló en un objeto anónimo de la sala, “sin señas particulares”, como dice el documento de Pedro. “Mi abuelo fabricaba estas palas”, dijo. 



Pedro Tane fue ferroviario. Trabajaba en la sección de Tráfico, en la casilla de bombeo ubicada en el muelle, y su tarea era proveer de agua a los buques. Pero además Pedro era un artesano de palas. En su taller de calle Rubado 3646 (cerquita de la estación Garro), fabricaba de principio a fin las palas que cientos de estibadores del SUPA, como su tocayo Pedro Marto, habrán usado (y roto) para descargar los vagones o acomodar el cereal en la bodega de los barcos: “Arriba se hacía el emparejado, que eso se emparejaba con pala y vos tenías que tener buena vista, tenías que mirar y que todo esté parejito, que no haiga pozo acá, que no haiga pozo allá, todo bien parejito, y todo a pala, nada de poner regla ni nada, pasar un palo por arriba, todo a pala.”

Esa mañana Damián también habló de su tía Angélica, “que todavía algo de los moldes conserva”. Fuimos a visitarla a su casa de calle San Martín, justo en frente de la cancha de Comercial. Angélica había preparado algunos documentos personales de su padre y una hojita con dibujos de las palas y varias anotaciones. El papel llevaba como fecha el 11 de mayo de 1969 y, sin declararlo, se trataba de una suerte de catálogo y presupuesto de materiales por la fabricación y reparación de palas. 


Tres piezas de metal y un mango de madera componen, si se sabe cómo trabajarlos, una pala. “Con una maza la iba golpeando y la iba haciendo comba, la comba, y después esto iba adelante y la otra iba atrás”. Si miradas de lejos las cosas parecen semejantes, en la cercanía, aparecen las particularidades: madera de araucaria chilena o pino Brasil, chapas de distintos espesores, formas más chatas o más puntiagudas según fueran “de tierra” o “de abordo”.  


El diseño sigue a la función, dice la arquitectura moderna, y el cálculo económico al diseño, agregaría Pedro. En algún momento del proceso, la imaginación precisa del análisis de costos. Pedro, el artesano, contempla y anota lo que gasta en remaches y tornillos, en alambre, y hasta en “corriente”, esa electricidad que viajaba desde el castillo hasta su taller para hacer funcionar el torno o la agujereadora. También intenta calcular su trabajo, el de reparación o cambio de mangos. No sabemos si es “justo” el precio, pero al menos sincero.

La pala habita en la sala del museo, junto a las bolsas de arpillera, la carretilla, la aguja de coser. Objetos “mudos”, que explícitamente no dan cuenta de quién, ni dónde ni cómo se hicieron o se usaron. Y sin embargo, están ahí, y su sola presencia es indicio de la vida que contienen. Los objetos crujen, oscilan y se caen; establecen relaciones entre ellos, dialogan y están dispuestos a contar sus secretos a quien se detenga, les preste atención y se imagine algo de todo esto.