lunes, 8 de noviembre de 2010

DÓNDE VA LA GENTE CUANDO LLUEVE

El domingo no vino nadie. Bueno, casi nadie.

Este museo podría ser definido tanto por los objetos que aloja como por las personas que lo frecuentan, o mejor, por lo que nos imaginamos que todas esas personas pueden llegar a hacer cuando se juntan. A la posibilidad de ese encuentro está referida la amalgama inestable entre la palabra museo y la palabra taller. Pero el domingo llovió -"cayeron barretas de punta"- y Ferrowhite quedó vacío. Un museo taller es una máquina de soñar identidades colectivas, una bicicleta en tándem que en días como este parece pedalear en el vacío. Cosas que pasan. Como al hijo de Moris, a Ferrowhite la lluvia no lo inspira. Si hasta Pedro Caballero llegó tarde. Digamos que el exceso de agua estropea el radical chic de nuestros mamelucos comunitarios, destiñe sus colores llamativos y va dejando ver, de a poco, la percha sobre la que están colgados. Y esa percha lleva el nombre del dueño de este boliche, dice “Estado”. ¿Un Estado infalible, "panóptico", total? No, un Leviatán cachuzo, argentino, siempre a medio hacer.

Porque la singular condición de posibilidad de este museo de los ferroviarios, de los trabajadores, de los vecinos y de los visitantes “progres” es que sea al mismo tiempo “del Estado”. Todo junto. Una comunidad limando y a la vez mimando los barrotes de esa jaula de hierro fuera de la cual es probable que sobrevivan pocos. A fin de cuentas, dice el ruido de la lluvia, un museo estatal es eso. Un lugar que seguirá abierto cuando todos se hayan ido. Un espacio indiferente a la cantidad y a la calidad de las personas que lo transitan. Estatal es la frase que brilla en la punta de la lengua del agente temporario que apostado en la entrada invita: “Pase, pase que acá no se cobra.” Estatal nuestra indignación frente al paseante taimado que llega con los mejores días, ese que frena en la puerta e intenta dilucidar con un cogoteo si entrar vale una moneda o no: “Este es un museo para todos, señor, incluso para usted.”

Y no está mal hacerse fan de esa idea, llevarla en andas como a un ideal, siempre que no nos olvidemos que en la práctica las cosas no resultan del todo así -a Ferrowhite vienen muchísimas personas pero, claro, no todo el mundo, y nadie se comporta igual-, y que en teoría tampoco. Porque atender un lugar como este requiere, además, vivir bajo el asedio de un pensamiento contrera -que ni la épica de la "batalla cultural", ni la crítica a los presupuestos platónicos del intelectual crítico, alcanzan a despejar-: aquel que sugiere que un museo es siempre un aparato en el que se reproduce el orden desigual de las cosas, o su justificación, o peor aún, sus “compensaciones simbólicas”, la victoria moral que se concede a los derrotados. Un sitio donde no para de fabricarse la aceptación de lo existente, aún a costa de su subversión imaginaria. Dicho esto, si no existe un afuera de las instituciones que nos constituyen, el asunto sigue siendo qué hacemos nosotros con ellas. ¿No te hacés unos mates?

En estos desvaríos había extraviado mi cabeza cuando de la tormenta emergieron Nilda y Adriana, y con ellas Aaron, Eric, Guillermina, Gonzalo, Luciana, Valentina, Verónica y la pequeña Zoe, trayendo consigo una definición con la que, por el momento, puedo pactar: este museo estatal es un paraguas, un artefacto debajo del cual te podés meter si la cosa se pone fea, un refugio provisorio ante las formas de intemperie que una civilización sin afuera se entretiene en prodigar. Eso. Cuando por fin paró, salimos al parque y les saqué esta foto.

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