jueves, 18 de junio de 2009

¿QUÉ ES EL PATRIMONIO?


La mayoría de los objetos que aloja este museo no fueron donados por el -hasta 1992- Ferrocarril Nacional General Roca. Tampoco por los concesionarios privados que vinieron después. Estas cosas están acá, hay que reconocerlo, porque algunos ferroviarios supieron tomarlas del lugar en el que estaban y con, o sin, el visto bueno de sus jefes inmediatos, lograron llevárselas a su casa. A nadie se le ocurriría decir, sin embargo, que las robaron. Estiraron la mano cuando ya se veía cuál iba a ser el destino de la empresa estatal, es decir, cuando fue evidente que el verdadero robo era aquel que ocurría con firma de ministro y a la vista de todos. Es cierto, no todo el que se llevó algo lo trajo al museo después -hay demasiados faroles de guarda adornando quinchos y fogones-, pero también es cierto que si en el museo no exhibimos una locomotora se debe, en definitiva, a que nadie encontró la manera de hacerla caber en un bolso. Al menos por ahora.

Una de mis primeras tareas en Ferrowhite consistió en acompañar a Cristian Peralta y a Adolfo Repetti en busca de un lote de herramientas arrumbado en el Hotel de Inmigrantes de calle Saavedra. Me acuerdo porque traerlas costó. Esos fierros pesaban. Fue durante una de aquellas excursiones que ayudando a cargar una bigornia sobre la camioneta de la Delegación, sentí por primera vez el dolor de cintura que cada tanto me recuerda la trágica obviedad de que no seremos jóvenes ni estaremos vivos para siempre. La bigornia podría haber terminado en una fundición y mi cintura, junto con mi sentimiento de eternidad, hubieran permanecido a salvo, al menos por un tiempo. Pero no, vino a parar acá. TAN, TAN, TAN, martillan con empeño los chicos de las escuelas que Ana guía. TAN, TAN, TAN, los visitantes domingueros que llegan al museo para descubrirse mortales. Y acaso resultó así porque quienes en los años noventa lograban la pequeña proeza de robarle al ladrón, entendían además que la porción escamoteada del botín no formaba parte exclusiva de su interés o memoria personal, sino que funcionaba también como el nexo necesario con una historia considerablemente más amplia.





En una Argentina en la que el significado de “lo público” sufría un giro tenebroso, en la que el desguace de la empresa ferroviaria estatal se llevaba a cabo -esto también hay que decirlo- con la anuencia de buena parte de la "familia ferroviaria" y la abierta complicidad de sus cúpulas sindicales, ferroviarios como Adolfo Repetti nos dejaban, con su tesoro, una pregunta difícil de responder: ¿De qué somos dueños en este lugar? Pregunta complicada, porque en tanto sobre los objetos sí se puede, sobre el interrogante no parece posible colgar ninguna etiqueta de inventario. De su vitalidad, se me ocurre, depende el modesto potencial político de este museo estatal. De la capacidad de bocetar lo común a partir de cuestionar el destino supuesto, el descontado natural reparto de los bienes producidos por nuestra sociedad.

Lo digo por si alguien todavía no lo notó: algunas de las llaves de locomotora que Pedro Caballero saca del depósito de Ferrowhite para contar su vida, se parecen mucho, pero mucho, a signos de pregunta.

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